sábado, 1 de octubre de 2011

Fragmento de la novela 'Los amaneceres son aquí apacibles…' de Borís Vasíliev

Es una de las novelas más bonitas y trágicas jamás escritas sobre la segunda guerra mundial en ruso. Cinco mujeres jóvenes de un día para otro se convierten en soldados que atienden ametralladoras antiaéreas en la retaguardia del frente soviético cuando de repente se encuentran en el bosque con un grupo de desembarco alemán. 

 Basada en el libro, escrito en 1969, existe una película que en 1973 fue nominada al Oscar como mejor película extranjera.





Traducido por María Rémpel

1
En la 171ª subdivisión se salvaron doce casas, un cobertizo de incendios y un alargado almacén, construido a principios del siglo de piedras macizas. Durante el último bombardeo se derrumbó el arca de agua, y los trenes dejaron de parar aquí. Los alemanes suspendieron los ataques aéreos, pero sobrevolaban encima todos los días, y el comando por si acaso mantenía alerta dos cañones “schetveronka”[1].
Era mayo de 1942. En el oeste (en las noches húmedas desde ahí llegaba  un rumor sordo de la artillería) ambas partes se clavaron a dos metros en la tierra y se empantanaron en la guerra de trincheras; en el este los alemanes bombardeaban día y noche la carretera de Murmansk y el canal; en el norte se librara una batalla cruel por las vías marítimas; en el sur, la bloqueada ciudad de Leningrado seguía con su defensa tenaz.
Pero aquí era un balneario. Los soldados se entumecían del silencio y la holgazanería, como en una sauna, mientras en las doce casas había suficientes jóvenes y viudas, capaces de conseguir el samagón[2] aunque sea del zumbido de un mosquito.  Tres días los soldados dormían sueño atrasado y se acostumbraban; al cuarto comenzaron los santos de alguien, y sobre la subdivisión se propagó un aroma pegajoso del aguardiente local.
El comandante de la subdivisión, el ceñudo starshiná[3] Vaskov, redactaba los partes a la jefatura. Cuando su cantidad llegaba a una decena, la jefatura le propinaba una reprensión y cambiaba el semipelotón hinchado de tanta fiesta. La siguiente semana el comandante se las arreglaba, pero luego todo se repetía con tanta exactitud que el comandante al final aprendió a copiar los partes anteriores cambiando únicamente las fechas y los nombres.
–¡Qué gilipolleces le ocupan! –tronaba el comandante mayor que llegó para investigar los partes–. Todo el día escribiendo. ¡Como si no fuese un comandante sino un escritor cualquiera!
–Mándenme los que no beban –murmuraba  Vaskov obstinado; le tenía miedo a todo jefe de voz profunda, pero repetía lo suyo como un sacristán–. Que no beban y… este… Que no vayan a por las mujeres.
–¿Eunucos quieres?
–La jefatura sabrá –repuso el starshiná precavidamente.
–Está bien, Vaskov –el mayor se enfurecía de su propia dureza–. Tendrás a los que no beben. Y en cuanto a las mujeres, será como has pedido. Pero si tampoco con ellos eres capaz…
–¡A sus órdenes! –aseguró mecánicamente el comandante.
El mayor se llevó a los soldados pecadores y al despedirse volvió a prometer que le enviaría a Vaskov otros que menospreciaban la seducción femenina y el samagón, más que el propio comandante. Sin embargo, no fue fácil cumplir con la promesa porque en dos semanas no llegó ni una persona.
–La tarea no es fácil –aclaró el comandante a su casera María Nikíforovna–. Dos divisiones son casi veinte personas no bebedoras. Aunque buscaras en todo el ejército, lo dudo mucho…
Pero sus miedos resultaron infundados, porque a la mañana siguiente la casera le comunicó que los soldados arribaron. Su tono de voz sonaba algo raro, pero el comandante, aún dormido, no se dio cuenta y preguntó de lo que le preocupaba:
–¿Llegaron con el comandante?
–Parece que no, Fedot Yevgráfich.
–¡Gracias a Dios! –el comandante trataba con celosía su puesto en el servicio–. No hay nada peor que repartir el poder.
–No se precipite al alegrarse –sonrió malévola la casera.
–Nos alegraremos después de la guerra –contestó con razón Fedot Yevgráfich, se puso el gorro y salió a la calle.
Y se quedó congelado: ante la casa se formaron dos filas de mujercitas jóvenes y dormidas. En el primer instante el comandante pensó que tenía una alucinación, parpadeó varias veces, pero las guerreras seguían abultadas en los lugares no previstos en soldados, y desde debajo de las pilotkas[4] los rizos de todos los colores y estilos brotaban descaradamente.
–Tovarich comandante, el primero y el segundo equipo de fuego del tercer pelotón de la quinta compañía del batallón de ametralladoras especial acudieron para proteger el objetivo bajo sus órdenes –presentó con la voz tosca la mayor–. Le informa la ayudante del comandante de la sección sargento Kiriánova.
–Bueeeno –lanzó el comandante de una manera poco oficial–. Así que aquí están los soldados que no beben…
 A lo largo del día no dejaba de sonar su hacha: construía tarimas en el cobertizo de incendios, porque las cenítchitsas[5] se negaron a recurrir a caseras. Las chicas traían tablas, las aguantaban dónde les decía y hablaban como cotorras. El starchiná callaba y fruncía el ceño, pues temía por su autoridad.
–Sin mi permiso que no pongáis el pie fuera del recinto –avisó cuando todo fue terminado.
–¿Ni siquiera a por las frutas del bosque? –preguntó tímidamente una chica de cuerpo fuerte. Vaskov ya la definió como la ayudante más sensata.
–No hay frutas del bosque –dijo–. Arándano rojo si acaso.
–¿Podemos recoger la acedera? –inquirió Kiriánova–. Lo tenemos crudo sin comida caliente, továrich starchiná. Perderemos peso.
Fedot Yevgráfich, ante la duda, observó las guerreras bien rellenitas, pero accedió:
–No vayáis más lejos del río. Justo en el valle anegadizo hay un montón.
La subdivisión vivía sus momentos felices, pero el comandante no se sentía aliviado. Las cenítchizas eran mujeres ruidosas y camorristas, y el starchiná cada segundo sentía como si estuviese en su propia casa: tenía miedo de decir algo malo, hacer algo mal, y era impensable que entrara sin tocar, y si lo olvidaba, una sirena de chillidos le repelía a sus anteriores posiciones. Pero lo que más temía Fedot Yevgráfich eran insinuaciones y bromas sobre posible galanteo, por eso siempre andaba con la mirada clavada en el suelo, como si perdiese su paga del último mes.
–No esconda la mirada, Fedot Yevgráfich –dijo la casera al darse cuenta de su trato con los subordinados–. Le llaman viejito entre ellas, así que mírelas como es debido.
Fedot Yevgráfich cumplió treinta y dos esta primavera y no iba a considerarse un viejo. Al reflexionar, llegó a la conclusión que esas palabras no eran más que el intento de la casera de asegurar sus logros: había conseguido calentar el corazón del comandante en una de las noches primaverales y ahora, por supuesto, pretendía conservar sus fronteras.
Por las noches las cenítchizas cargaban con azar contra los aviones alemanes de las ocho ametralladoras, y pasaban los días lavando la ropa: alrededor del cobertizo siempre había prendas tendidas. Al starchiná esas decoraciones le parecían fuera del lugar y se le comentó brevemente al sargento Kiriánova:
–Nos descubre.
–Pero hay una orden –contestó sin pensar.
–¿Qué orden?
–Correspondiente.  Que dice que para los soldados de sexo femenino está permitido secar la ropa en todas las frentes.
El comandante se quedó callado: ¡al diablo con las mujeres! Si te metes con ellas, no pararán con sus risillas hasta el otoño.
Aquellos días eran calurosos, sin viento, y se produjo tanto mosquito, que sin una ramita ahuyentadora no se podía ni respirar. Aunque una ramita es una cosa aceptable para un hombre de guerra, pero el hecho de que el comandante se pusiera a ronquear y toser –como si der verdad fuese viejo–,  esto ya era del todo inadmisible.
Todo comenzó el día cuando una mañana del mayo el comandante apareció detrás del almacén y se quedó sin pulso: sus ojos se inundaron en la blancura radiante y llena de los ocho cuerpos femeninos, tanto que Vaskov sufrió una ola de calor repentina: todo el quipo presidido por la jefa, sargento Osiánina, tomaba el sol sobre la lona impermeable pública como las trajo su madre al mundo. Y en vez de chillar, lo cual sería apropiado para guardar las apariencias, escondieron las narices en la lona y cortaron la respiración. Fedot Yevgráfich tuvo que retroceder como un chaval en el huerto del vecino. A partir de aquel día carraspeaba en cada esquina como si contrajera la tos ferina.
Esa chica, Osiánina, ya le había llamado antes su atención, era rigurosa. Nunca se reía, sólo movía levemente los labios, pero sus ojos quedaban serios. Era un pelín rara esa Osiánina, por eso Fedot Yevgráfich preguntó por ella a su casera, aunque a la última su interés no le hizo ninguna gracia.
–Es viuda –informó Maria Nikíforovna al día siguiente apretando los labios–. Así que está libre, adelante con sus jueguecitos.
El comandante no dijo nada, no hay manera de demostrar algo a una mujer. Cogió el hacha y fue al patio, no hay nada mejor para pensar que partir leña. Y tenía mucho en que pensar, había que establecer un orden en la cabeza.
Antes que nada estaba la cuestión de la disciplina. Está bien que no beban alcohol y que no liguen con las mujeres. Pero aquí no había quien mande: “Liuda, Vera, Kateñka  – a la guardia. Katia – serás el cabo”.[6]
¿Qué clase de orden es esa? Hay que establecer guardias con toda la seriedad, según el reglamento. Pero esa era una mofa con la que tenía que acabar, pero ¿cómo? Intentó hablar sobre el tema con la jefa Kiriánova, pero ella siempre tenía respuesta:
–Tenemos permiso, továrich starchiná. Del comandante general, en persona.
Siempre riéndose, cabronas.
–¿Currando, Fedot Yevgráfich?
Se dio la vuelta y vio a la vecina Polina Egórovna asomándose al patio. Era la más libertina de todo el pueblo: el mes pasado celebró su santo cuatro veces.
–No te esfuerces demasiado, Fedot Yevgráfich. Ahora sólo nos quedas tú, como si dijésemos, semental.
Se ríe a carcajadas. Tiene el cuello sin abrochar: colocó sobre el vallado su tesoro, como pan redondo recién salido del horno.
–A partir de ahora irás de casa en casa, como un pastor. Una semana, en una casa; otra, en otra. Ahora nosotras, las tías tenemos un acuerdo sobre ti.
–A ver si te da vergüenza, Polina Egórovna. ¿Eres la mujer de un soldado o una madame cualquiera? Compórtate como es debido.
–La guerra, Fedot Yevgráfich, lo exime todo. A los soldados y a sus mujeres.
¡Vaya putón! Ojalá pudiera desalojarla, pero ¿cómo? ¿Dónde están las autoridades cívicas? Y es que no está bajo su mando, esta cuestión ya la investigó con el mayor de voz potente.
Pues sí, había acumulado como mínimo dos metros cúbicos de pensamientos. Y para cada cosa había que buscar una solución especial. Muy especial.
Y es que es un gran problema si una persona no tiene estudios. Bueno, sabe leer y escribir, y contar, dentro de lo que cabe en el programa del cuarto curso escolar, justo cuando un oso mató a su padre. Las chicas no se reirían si supieran lo del oso. Era difícil de creer: no murió de gases en la primera mundial, de un cuchillo en la guerra civil, ni de recortes a los campesinos ricos, ni siquiera de muerte natural; lo mató un oso. Esas chiquillas quizá solo hayan visto un oso en un zoológico.
Provienes de un lugar remoto, Fedot Vaskov, y te has hecho comandante. Pero ellas, no mires que son soldados rasos, ellas dominan ciencia. “Adelantamiento, cuadrante, ángulo de deriva…” Habrán hecho siete cursos, quizá incluso nueve, se aprecia por la conversación. Si restamos cuatro de nueve, son cinco. Para alcanzarlas le faltan más años de los que ha estudiado.
No eran alegres sus pensamientos, por eso partía leña con furia. ¿A quién iba a culpar? Si acaso al oso tan poco ocurrente…
Parecía raro, pero hasta el momento ha considerado que tenía suerte en la vida. No es que fuera como sacar el veintiuno, pero no se quejaba. Sea como sea, con sus cuatro cursos de colegio llegó a terminar la escuela del regimiento y en diez años consiguió el rango de comandante. En ese sentido no tenía perjuicios, pero en otros aspectos ha estado rodeado, y la vida le dio de todos los cañones en dos ocasiones, pero Fedot Yevgráfich aguantó a pesar de todo. Aguantó…
Poco antes de la guerra finesa se casó con una enfermera del hospital de la guarnición. Era una mujer muy alegre: sólo quería cantar, bailar y tomar vino. Sin embargo, dio a luz a un niño. Le pusieron Igoriok, Ígor Fedótich Vaskov. Empezó la guerra, Vaskov se fue al frente y cuando volvió con dos medallas, ahí tuvo el primer cañonazo: mientras se estaba muriendo en la nieve finesa, su mujer había tenido un romance vertiginoso con el médico del regimiento y se marchó con él al sur. Fedot Yevgráfich se divorció de ella enseguida, consiguió mediante un juicio que le devolviera a su hijo y lo envió al pueblo con su madre. Dentro de un año el niño murió, desde aquel día Vaskov sonrió justo tres veces: al general, cuando le condecoró con la medalla, al cirujano que le sacó un casco de metralla del hombro y a la casera suya, Maria Nikíforovna, por su perspicacia.
Por aquel casco recibió el puesto actual. En el almacén habían dejado algunos bienes, no había centinela, pero al implantar el puesto de comandante, le encomendaron vigilar el almacén. El comandante revisaba el objetivo tres veces al día, comprobaba los condados, sellos y en el libro, que el mismo se ha decidido llevar, hacía el mismo apunte: “El objetivo revisado. No ha habido infracciones”. Y la hora de la revisión, por supuesto.
El starchiná Vaskov vivía con tranquilidad. Prácticamente hasta el día de hoy vivía con tranquilidad. Pero ahora…
El starchiná suspiró.


[1] Un cañón antiaéreo compuesto por cuatro ametralladoras
[2] Un bebida alcohólica de más de 40 grados elaborada en condiciones caseras
[3] sargento
[4] Tipo de gorro de verano en el ejército soviético
[5] Cenítchitsa (f), cenítchick (m) soldado que atendía el arma antiaérea.
[6] Se trata de forma amigable y cariñosa de dirigirse a los subordinados. Kateñka y Katia son diminutivos del mismo nombre: Katerina (por tanto se refiere a la misma persona).

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