domingo, 2 de octubre de 2011

Fragmento de la novela 'Pedro el Grande' de Alexey Tolstoy

Alexei Tolstoy tardó dieciséis años en escribir Pedro el Grande, una novela sobre el zar que, según las encuestas actuales, se considera el más destacable de toda la historia rusa. Él fue quien “abrió la ventana a Europa” en el siglo XVIII, dio origen a la flota marina del imperio ruso y fundó la ciudad de San Petersburgo. La novela está escrita en las tradiciones de los clásicos como Lev Tolstoy, Alexander Pushkin y Mijaíl Lomonósov.



Traducido por María Rémpel



CAPÍTULO UNO
1
Sañka[1] se deslizó del horno[2] y empujó con el trasero la puerta hinchada. Tras ella bajaron apresuradamente Yaska, Gavrilka y Artamoska[3] –todos tenían sed–, ­se metieron en el oscuro zaguán[4] de techos bajos siguiendo la nube de vaho y humo que salía desde la agriada isbá[5]. Una luz tenue y azulada penetraba en la ventanilla a través de la nieve. Hacía frío. Se había congelado la tina con el agua, también el cucharon de madera.
Los críos saltaban de un pie a otro –todos estaban descalzos–, Sañka con un pañuelo en la cabeza, Gavrilka y Artamoska sólo con las camisas hasta el ombligo.
–¡Puerta, revoltosos! –chilló la madre desde la isbá.
Estaba frente al horno. En la vara se encendieron las astillas. La cara arrugada suya se iluminó con el fuego. Terriblemente, como en un icono, brillaron los ojos llorosos semiocultos por un pañuelo roto. Sañka se asustó, dio un portazo con toda la fuerza. Después llenó el cucharon del agua aromática, se la bebió, mordió un trocito de hielo y dejó beber a sus hermanitos. Susurró:
–¿Tenéis frío? Si no, corramos al patio a mirar: el padre estará aparejando al caballo...
El padre preparaba el trineo en el patio. Silenciosamente caían los copos blancos, el cielo estaba cargado de nieve, en lo alto de la empalizada se erizaban las chovas,  incluso aquí no hacía tanto frío como en el zaguán. El padre, Iván Artémyevich –como lo llamaba la madre, aunque la gente le decía Ivaska, de apodo Brovkin–[6],  llevaba un alto gorro cónico encasquetado hasta las severas cejas. Tenía la barba roja sin peinar desde la misma fiesta del Manto de la Virgen… Las manoplas se le asomaban del caftán[7] de sayal, anudado muy bajo con el líber,  sus lapots[8] crujían con estrépito en la nieve ensuciada de estiércol; no le salía bien al padre con los arreos… Estaban podridos, tenían muchos nudos. Enojado, gritaba al caballito moro, que era igual que el padre: de pies cortos y con la barriga hinchada.
–¡Calma, espíritu maligno!
Los críos habían meado cerca de las escaleras y se apretujaban en el escalón congelado, a pesar del frío penetrante. Artamoska, el más pequeño, apenas articuló:
–No pasa nada, ya nos calentaremos sobre el horno…
Iván Artémyich aparejó al caballo y le dejo beber agua del cubo. El caballo bebía mucho, inflando los costados: «Ya que no me dais de comer, al menos beberé hasta hartarme»… El padre se puso las manoplas, encontró un látigo debajo de la paja en el trineo.
–¡Volved a la isbá, que os voy a dar! –gritó a los críos. Se dejó caer de lado en el trineo y, al coger la velocidad tras la portería, fue a trote pasando por los altos abetos cubiertos de nieve, dirigiéndose a la finca del noble hijo Vólkov.
–Ay, qué frío, ¡atroz! –dijo Sañka.
Los críos se precipitaron a la oscura isbá: subían al horno, castañeaban con los dientes. Debajo del techo negro se elevaban nubes de humo cálido y seco que salía por la ventanita de escape encima de la puerta: la isbá se calentaba a la negra. La madre amasaba la pasta. La casa no era pobre, tenían un caballo, una vaca y cuatro gallinas. De Ivaska Brovkin decían: fuerte. Los carboncitos de las astillas caían en el agua y susurraban antes del apagarse. Sañka con los hermanitos se acomodaron bajo una zamarra de carnero y ahí dentro empezó a contar historias de miedo: sobre aquellos cuyo nombre no se pronuncia y que hacen ruido en el sótano por la noche…
–Hace poco, casi me estallan los ojos, qué miedo pasé… En el umbral había basura, y sobre la basura estaba la escoba… Yo estaba mirando desde el horno –¡qué Dios esté con nosotros!–. Debajo de la escoba veo… a uno, peludo, con el bigote felino…
–Ay, ay, ay –chillaban debajo de la zamarra los pequeños.

2
El camino, apenas trillado, conducía por el bosque. Los pinos seculares tapaban el cielo. Los árboles derribados y la espesura convertían éste en un lugar de difícil acceso. Cosa de dos años esas tierras fueron adscritas a Vasíliy, hijo de Vólkov, noble de privilegio moscovita, por entrar al servicio. Se le entregó cuatrocientas cincuenta desiatinas[9] de tierra, y de campesinos, treinta y siete almas con familias.
Vasíliy puso la finca, pero gastó demasiado y tuvo que avalar la mitad de tierras  al monasterio. Los monjes prestaron dinero con intereses muy altos –20 kopeks de un rublo–. Y es que debía cumplir con el servicio estatal, con un buen caballo, coraza, sable, arcabuz y traer consigo a los soldados, tres hombres, también con caballos, sables y vestimenta… A duras penas levantó esa armadura con el dinero del monasterio. Y él mismo, ¿de qué vivirá?, ¿cómo alimentará la servidumbre?, ¿cómo pagará los intereses a los monjes?
El tesoro del zar no conoce clemencia. Cada año suben las exigencias, más impuestos de comida, de caminos, más tributos y obroks[10]. Así a uno no le queda mucho. Y el que responde es el amo, ¿por qué no consigue obrok de sus campesinos? Pero a un hombre no le quitarás más de una piel. El país se consumió con el zar Alexey Mijáilovich, en guerras, revueltas y motines. Desde que había pisado la tierra el maldito ladrón de Steñka Razin, los campesinos olvidaron al Dios. En cuanto les aprietes un poco, enseñan los dientes, como lobos. Huyen de las desgracias al río Don, desde ahí no los devolverás ni con la orden ni con el sable.
El caballo se arrastraba a trote cochinero, se cubrió de la escarcha. Las ramas de los arboles rozaban el arco de las varas, soltaban la nieve en polvo. Abrazadas a los troncos, las ardillas de colas vaporosas observaban al viajero, este año morían muchas de ellas. Iván Artémyich, tendido en el trineo, estaba pensativo –pensar era lo único que le quedaba a un hombre–.
“Ya está bien… Dame esto, dame otro… Págale a este, págale al otro… Este país es como un pozo sin fondo… ¿Acaso es posible llenarlo? No huimos del trabajo, aguantamos. Pero en Moscú los boyardos ya van en trineos dorados. Dale para su trineo, al diablo hartado. Ya está bien… Tú oblígame, coge lo que necesitas, pero no seas travieso. Pero estos se empeñan en quitarte dos pieles, eso ya es hacer travesuras. Hoy en día los que están al servicio se propagan tanto, que ahí donde escupes hay un escribano, un copista o un zeloválnik[11], sentado y escribiendo. Pero sólo hay un hombre. Oh, mejor me voy al bosque y que me atrape un animal, prefiero la muerte a esas travesuras. Así no nos podréis sacar más provecho”.
Es lo que pensaba Ivaska Brovkin, o quizá no era eso. De pronto apareció del bosque un trineo con un hombre sentado de rodillas y se enfiló en el camino. El Gitano, así se apodaba su dueño, era un hombre de Vólkov, era moreno, con canas. Había sido prófugo durante quince años, andaba de casa en casa. Pero salió la orden: que todos los prófugos sean devueltos a sus nobles, sin importar la antigüedad. Al Gitano lo pillaron cerca de Vorónezh, donde iba de campesino, y lo devolvieron a Vólkov el padre. El Gitano ya estaba a punto de escapar otra vez, pero lo encontraron y ordenaron fustigarle sin piedad y echarle a la celda –en la finca de Vólkov–, y en cuanto recupere la piel, sacarlo y volver a fustigarlo, y dejarlo en la celda, para que sirva de escarmiento. Solo le salvó el hecho de que le enviasen a la dacha de Vasíliy.
–Zdorovo –dijo el Gitano a Iván y se encaramó en su trineo.
–Zdorovo.
–¿Se oye algo?
–Nada bueno, parece…
El Gitano se quitó el guante, pasó la mano por el bigote y la barba, ocultando la picardía:
–Vi un hombre en el bosque, dice que el zar se está muriendo.
Iván Artémyich se irguió en el trineo. Le paralizó el miedo. “Sooo”… Se quitó el gorro, se santiguó:
–¿Ahora a quién le nombrarán el zar?
–A quién –dice– si no al niño, Peter Alexéyevich. Y este apenas ha dejado de mamar.
–¡Ya verás! –Iván se puso el gorro, esparciendo la nieve–. Ya verás… Ahora toca el gobierno de boyardos. Estamos perdidos…
–Quizá perdidos o quizá no tanto. Así es –El Gitano se acercó. Guiñó el ojo–. Decía este hombre que habrá tiempos tumultosos… Quizá aún viviremos, pan comeremos, ¡si somos curtidos! –El Gitano enseñó los dientes podridos y se rió, carraspeó tan alto que se oyó en todo el bosque.
Una ardilla saltó de un árbol a otro, sobre el camino cayó la nieve, reflejándose las agujas heladas en la oblicua luz del día. El sol, grande y rojizo, se colgó en el horizonte del camino, sobre la colina, sobre la empalizada, sobre los tejados empinados y humos de la finca de Vólkov…


[1] Sañka es un diminutivo de Alexandra, nombre femenino. También existe la versión masculina de este nombre: Alexander, cuyo diminutivo sería Sañok.
[2] Una construcción de piedra o ladrillo, que servía tanto para calentar el ambiente, como para preparar la comida.  En la parte superior había espacio para dormir. (N. de la T.)
[3] Yaska es un diminutivo de Yákov; Gavrilka, de Gavrila; Artamoska, de Artamón. Los tres nombres son masculinos.
[4] Un parte de casa, que sirve de entrada a ella y está inmediato a la puerta de la calle, no es apta para dormir, pero sí, para almacenar las cosas. (N. de la T.)
[5] Vivienda rural de madera. (N. de la T.)
[6] El autor hace hincapié en que la madre le llamaba a su marido por nombre patronímico, que es una forma más respetuosa de dirigirse a una persona
[7] El abrigo ruso antiguo. (N. de la T.)
[8] Zapato ruso antiguo que se tejía de líber.
[9] desiatina f (antigua medida rusa de superficie 1,09 ha)
[10] tributo en dinero o en especie que pagaba el campesino al terrateniente
[11] recaudador de tributos

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