viernes, 7 de octubre de 2011

Fragmento de la novela 'Una merienda junto al camino' de Arkádiy y Borís Strugátskiy

Normalmente la literatura y el cine nos presentan a los extraterrestres muy interesados en la Tierra, sus habitantes, sus genes o sus recursos naturales. Pero los hermanos Strugátskiy nos ofrecen otra visión: para los extraterrestres no somos más que hormigas para una familia que ha parado un momento a comer un bocadillo en la pradera del bosque.
De una manera muy natural los autores mezclan varios estilos y géneros, llegando a hablar de zombies y héroes, de hallazgos y pérdidas, de amor y locura.
El libro dio origen a la película de ciencia ficción Stalker (conocida en algunos países de habla hispana como La zona), que salió en 1979 dirigida por el famoso director ruso Andréi Tarkovski. También existe un videojuego homónimo basado en el mismo libro, STALKER: Shadow of Chernobyl.



 Traducido por María Rémpel





Tienes que sacar lo bueno de lo malo, porque no hay más dónde conseguirlo.
R.P. Warren
                                                               

De la entrevista realizada por el corresponsal especial de la radio Harmont al doctor Valentín Pilman con el motivo de la celebración de su premio Nobel de Física en 19…:

–¿Probablemente su primer gran descubrimiento, doctor Pilman, es así llamado radiante de Pilman?
–Creo que no. El radiante de Pilman no es el primer descubrimiento, tampoco tan importante, ni siquiera es descubrimiento. Y no del todo mío.
–Estará bromeando, doctor. Cualquier alumno de bachillerato conoce el término del radiante de Pilman.
–No me sorprende. El radiante de Pilman, en realidad, fue descubierto por un alumno de colegio. Desgraciadamente no recuerdo su nombre. Consulte en La historia de Visita de Stetson, lo cuenta todo en detalle. Así que el radiante lo descubrió un menor de edad, las coordenadas fueron publicadas por un estudiante, pero por alguna razón le dieron mi nombre.
–Ya, con los descubrimientos a veces pasan cosas raras. ¿Podría explicar a nuestros oyentes, doctor Pilman…?
–Escúcheme, compatriota. El radiante de Pilman no es un concepto bien claro. Imagínese que hago girar el globo y le doy varios disparos de un revólver. Los agujeros en el globo aparecerán siguiendo el trazo de una ligera curva. El concepto de aquello que Usted llama mi gran descubrimiento es un hecho muy simple: las seis Zonas de Visita se encuentran en la superficie de nuestro planeta como si alguien le hubiese disparado de una pistola, ubicada en la línea Tierra-Deneb. Deneb es el alfa de la constelación del Cisne. El punto del espacio del que, como si dijésemos, disparaban se llama el radiante de Pilman.
–Gracias, doctor. Queridos harmontenses, ¡por fin nos han explicado bien qué es el radiante de Pilman! Por cierto, ayer se cumplieron justamente trece años desde el día de la Visita. Doctor Pilman, ¿podría dedicar algunas palabras a sus compatriotas en esta relación?
–¿Qué es lo que podría decir? Tengan en cuenta que yo en aquella época no estuve en Harmont…
–Incluso es más interesante saber en qué pensó cuando su ciudad natal resultó ser objetivo de la visita de una supercivilización extraterrestre…
–A decir verdad, pensé que era un timo. Era difícil de imaginar que en nuestro pequeño y viejo Harmont puede ocurrir algo así. Entendería si fuese Gobi, Newfoundland, ¡pero Harmont…!
–Sin embargo, al final tuvo que dar crédito.
–Al final, sí.
–¿Y qué pasó entonces?
–De repente se me ocurrió que Harmont y otras cinco Zonas de Visita… perdón, en aquel momento sólo había cuatro… que todas ellas encajan en una curva muy suave. Calculé las coordenadas y las envié a Nature.
–¿Y no le preocupó el futuro de su ciudad?
–Verá, ya creía en la Visita, pero todavía no me convencían los avisos sensacionalistas sobre los incendios urbanos, monstruos que devoraban selectivamente a niños y viejos, sobre las batallas sangrientas entre los extraterrestres invulnerables y los equipos de tanques reales, altamente vulnerables, pero muy honrados.
–Tenía razón. Recuerdo que los periodistas confundimos cosas en aquel entonces. Pero volvamos a la ciencia. El descubrimiento del radiante de Pilman no es el primero, ¿pero probablemente no será el último de sus aportes al conocimiento sobre las  Visitas?
–El primero y el último.
–Pero sin duda suele prestar atención a los estudios internacionales en las Zonas de Visita…
–Sí, de vez en cuando les doy una ojeada a los Informes.
–¿Se refiere a los Informes del Instituto Internacional de las Culturas Extraterrestres?
–Sí.
–Y en los últimos trece años, en su opinión, ¿cuál es el descubrimiento más importante?
–El propio hecho de la Visita.
–¿Disculpe?
–El mismo hecho de la Visita es el descubrimiento más importante no solamente de los últimos trece años, sino de toda la existencia de la humanidad. No importa qué clase de extraterrestres fuesen aquellos, ni de dónde hubiesen llegado, ni para qué hubiesen venido, ni por qué pasarían tan poco tiempo ni a dónde se marcharían después. Lo importante es que ahora los humanos sabemos con certeza que no estamos solos en el Universo. Me temo que el Instituto de las Culturas Extraterrestres ya no podrá conseguir un descubrimiento más fundamental.
–Es curioso, doctor Pilman, pero me refería más bien a los descubrimientos del carácter tecnológico. Aquellos descubrimientos, que podría aprovechar nuestra ciencia y tecnología terrestre. Pues varios científicos respetados consideran que los objetos encontrados en las Zonas de Visita son capaces de cambiar el rumbo de nuestra historia.
–Bueno, yo personalmente no soy partidario de este punto de vista. Y en lo que se refiere a los objetos rescatados, no soy especialista.
–Sin embargo, ya desde hace dos años ejerce de consultor en la Comisión de Visitas de la ONU.
–Sí, pero no tengo nada que ver con el estudio de las culturas extraterrestres. En la comisión mis colegas y yo representamos la comunidad científica internacional cuando surge la necesidad de control del cumplimiento de la resolución de la ONU respecto a la internalización de las Zonas de Visita. En pocas palabras, vigilamos que solamente el Instituto Internacional sea quien puede manejar las maravillas encontradas en las Zonas.
–¿Acaso hay alguien más quien pretende conseguirlas?
–Sí.
–Me imagino que se refiere a los stalkers?
–No sé quiénes son esos.
–Aquí en Harmont llamamos así a los tíos valientes que se arriesgan a entrar en la Zona y traen de ahí cualquier cosa que puedan levantar. Es casi una nueva profesión.
–Entiendo. No, no nos responsabilizamos de ellos.
–Está claro, la policía es quien se ocupa de ellos. Pero sería interesante saber cuáles son sus funciones, doctor Pilman…
–Tenemos que tratar con el flujo ilegal de los materiales de la Zona de Visita a las manos de personas irresponsables y algunas organizaciones. Nosotros nos ocupamos de los resultados de este flujo.
–¿Podría concretar un poco más, doctor?
–Mejor hablemos del arte. ¿Es posible que a los oyentes les interese mi opinión de la hermosa Gvady Muller?
–Por supuesto, pero antes querría terminar con la ciencia. ¿Usted como científico no siente tentación por ocuparse de los hallazgos extraterrestres?
–Bueno, ¿qué podría decir?... Pues sí.
–¿Entonces los habitantes de Harmont podemos esperar que algún día veremos a nuestro compatriota paseando por las calles de la ciudad?
–Es posible.


1. Redrick Schuhart, 23 años, soltero, auxiliar de laboratorio de la sucursal del Instituto Internacional de las Culturas Extraterrestres en Harmont.

El otro día al atardecer estábamos en el almacén, sólo quedaba cambiar el uniforme y marchar al Borzch para tomar alguna gota de las fuertes. Yo estoy de pie, apoyado contra la pared, ya he plegado y tengo un cigarrillo preparado, me muero por fumar, ya van dos horas que no lo hago, pero éste sigue con lo suyo: carga con una caja fuerte, la cierra, la sella, ahora con la otra, levanta las vacías de la cinta transportadora, examina cada una por todos lados (y es que pesa, cabrona, seis kilos y medio, por cierto) y gimiendo la coloca al estante, con mucho cuidado.
Se dedica a las vacías desde hace muchísimo tiempo, y todo sin ningún beneficio para la humanidad. En su lugar, ya lo habría dejado y me pondría a trabajar en otra cosa por el mismo sueldo. Aunque, por otro lado, si te lo piensas, las vacías son una cosa misteriosa y algo irracional. Cuántas de ellas ya he levantado, pero aún así cada vez que la veo, alucino. Nada más tiene dos discos del tamaño de un plato pequeño, de unos cinco milímetros de anchura, la distancia entre ellos es de unos cuatrocientos milímetros, pero, aparte del vacío, entre ellos no hay nada. Es decir, absolutamente nada. Puedes meter ahí la mano, incluso la cabeza, si estás completamente deslumbrado, pero sólo encuentras el vacío, el aire. Sin embargo, hay algo entre ellos, una fuerza, como yo lo entiendo, porque nadie ha conseguido acercar los discos ni separarlos.
No, amigos, esta cosa es difícil de describir si alguien no la ha visto, es demasiado simple a primera vista, hasta que no la veas con tus propios ojos y te das cuenta. Es como intentar describir un vaso o, Dios perdóname, una copa: sólo mueves los dedos y maldices de la impotencia. Bueno, consideremos que ya lo habéis entendido, y si alguien no lo ha hecho, buscad los Informes del Instituto, ahí en cualquier número hay artículos con fotos de las vacías.
Bueno, pues Kiril pelea con las vacías ya casi un año. Yo trabajo para él desde el principio, pero aún no entiendo qué intenta conseguir y tampoco me interesa tanto saberlo. Que lo entienda el mismo, entonces quizá le escuche. De momento una cosa está clara, necesita deshacer una vacía, cueste lo que cueste, diluirla con ácidos, aplastarla con una prensa, fundirla en un horno. Entonces lo comprenderá todo, tendrá honores y gloria, y toda la ciencia temblará del placer. Pero aún está lejos de aquel día. De momento no ha conseguido nada, se ha desgastado, se hizo gris, callado, ahora tiene los ojos de perro, incluso lagrimean. Si fuese otra persona, lo emborracharía como un cosaco, lo llevaría a una mujercita, para que le de movimiento, al día siguiente le volvería a emborrachar y llevar a una mujercita, y así dentro de una semana sería como nuevo, vivo y alegre como una ardilla. Pero este remedio no le sirve a Kiril, ni se lo ofreceré, es de otra especie.
Pues bien, estamos en el almacén, le estoy mirando y veo que el tío ha perdido el aspecto, tiene los ojos hundidos, y me da pena. Entonces me decidí. Es decir, como si no fuera yo, sino que alguien me hiciera abrir la boca.
–Escucha –digo–, Kiril…
Él está aguantando la última vacía con tal pinta, como si estuviera dispuesto a meterse entero ahí dentro.
–Escucha –digo–, Kiril. Y si tuvieras una vacía llena, ¿eh?
–¿Una vacía llena? –repite y mueve las cejas como si le hablase en chino.
–Pues sí –digo–. Esa misma trampa hidromagnética, como se llama… objeto 77B, pero con una cosa azul por el medio.
Veo que empieza a captar. Levanta la mirada, entrecierra los ojos, y tras una lágrima canina aparece un destello de raciocinio, como el mismo se expresaría.
–Espera –dice–, una cosa igual, ¿pero rellena?
–Eso es.
–¿Dónde?
Mi Kiril ya está curado. Como una ardilla.
Vamos a fumar –digo.

domingo, 2 de octubre de 2011

Fragmento de la novela 'Pedro el Grande' de Alexey Tolstoy

Alexei Tolstoy tardó dieciséis años en escribir Pedro el Grande, una novela sobre el zar que, según las encuestas actuales, se considera el más destacable de toda la historia rusa. Él fue quien “abrió la ventana a Europa” en el siglo XVIII, dio origen a la flota marina del imperio ruso y fundó la ciudad de San Petersburgo. La novela está escrita en las tradiciones de los clásicos como Lev Tolstoy, Alexander Pushkin y Mijaíl Lomonósov.



Traducido por María Rémpel



CAPÍTULO UNO
1
Sañka[1] se deslizó del horno[2] y empujó con el trasero la puerta hinchada. Tras ella bajaron apresuradamente Yaska, Gavrilka y Artamoska[3] –todos tenían sed–, ­se metieron en el oscuro zaguán[4] de techos bajos siguiendo la nube de vaho y humo que salía desde la agriada isbá[5]. Una luz tenue y azulada penetraba en la ventanilla a través de la nieve. Hacía frío. Se había congelado la tina con el agua, también el cucharon de madera.
Los críos saltaban de un pie a otro –todos estaban descalzos–, Sañka con un pañuelo en la cabeza, Gavrilka y Artamoska sólo con las camisas hasta el ombligo.
–¡Puerta, revoltosos! –chilló la madre desde la isbá.
Estaba frente al horno. En la vara se encendieron las astillas. La cara arrugada suya se iluminó con el fuego. Terriblemente, como en un icono, brillaron los ojos llorosos semiocultos por un pañuelo roto. Sañka se asustó, dio un portazo con toda la fuerza. Después llenó el cucharon del agua aromática, se la bebió, mordió un trocito de hielo y dejó beber a sus hermanitos. Susurró:
–¿Tenéis frío? Si no, corramos al patio a mirar: el padre estará aparejando al caballo...
El padre preparaba el trineo en el patio. Silenciosamente caían los copos blancos, el cielo estaba cargado de nieve, en lo alto de la empalizada se erizaban las chovas,  incluso aquí no hacía tanto frío como en el zaguán. El padre, Iván Artémyevich –como lo llamaba la madre, aunque la gente le decía Ivaska, de apodo Brovkin–[6],  llevaba un alto gorro cónico encasquetado hasta las severas cejas. Tenía la barba roja sin peinar desde la misma fiesta del Manto de la Virgen… Las manoplas se le asomaban del caftán[7] de sayal, anudado muy bajo con el líber,  sus lapots[8] crujían con estrépito en la nieve ensuciada de estiércol; no le salía bien al padre con los arreos… Estaban podridos, tenían muchos nudos. Enojado, gritaba al caballito moro, que era igual que el padre: de pies cortos y con la barriga hinchada.
–¡Calma, espíritu maligno!
Los críos habían meado cerca de las escaleras y se apretujaban en el escalón congelado, a pesar del frío penetrante. Artamoska, el más pequeño, apenas articuló:
–No pasa nada, ya nos calentaremos sobre el horno…
Iván Artémyich aparejó al caballo y le dejo beber agua del cubo. El caballo bebía mucho, inflando los costados: «Ya que no me dais de comer, al menos beberé hasta hartarme»… El padre se puso las manoplas, encontró un látigo debajo de la paja en el trineo.
–¡Volved a la isbá, que os voy a dar! –gritó a los críos. Se dejó caer de lado en el trineo y, al coger la velocidad tras la portería, fue a trote pasando por los altos abetos cubiertos de nieve, dirigiéndose a la finca del noble hijo Vólkov.
–Ay, qué frío, ¡atroz! –dijo Sañka.
Los críos se precipitaron a la oscura isbá: subían al horno, castañeaban con los dientes. Debajo del techo negro se elevaban nubes de humo cálido y seco que salía por la ventanita de escape encima de la puerta: la isbá se calentaba a la negra. La madre amasaba la pasta. La casa no era pobre, tenían un caballo, una vaca y cuatro gallinas. De Ivaska Brovkin decían: fuerte. Los carboncitos de las astillas caían en el agua y susurraban antes del apagarse. Sañka con los hermanitos se acomodaron bajo una zamarra de carnero y ahí dentro empezó a contar historias de miedo: sobre aquellos cuyo nombre no se pronuncia y que hacen ruido en el sótano por la noche…
–Hace poco, casi me estallan los ojos, qué miedo pasé… En el umbral había basura, y sobre la basura estaba la escoba… Yo estaba mirando desde el horno –¡qué Dios esté con nosotros!–. Debajo de la escoba veo… a uno, peludo, con el bigote felino…
–Ay, ay, ay –chillaban debajo de la zamarra los pequeños.

2
El camino, apenas trillado, conducía por el bosque. Los pinos seculares tapaban el cielo. Los árboles derribados y la espesura convertían éste en un lugar de difícil acceso. Cosa de dos años esas tierras fueron adscritas a Vasíliy, hijo de Vólkov, noble de privilegio moscovita, por entrar al servicio. Se le entregó cuatrocientas cincuenta desiatinas[9] de tierra, y de campesinos, treinta y siete almas con familias.
Vasíliy puso la finca, pero gastó demasiado y tuvo que avalar la mitad de tierras  al monasterio. Los monjes prestaron dinero con intereses muy altos –20 kopeks de un rublo–. Y es que debía cumplir con el servicio estatal, con un buen caballo, coraza, sable, arcabuz y traer consigo a los soldados, tres hombres, también con caballos, sables y vestimenta… A duras penas levantó esa armadura con el dinero del monasterio. Y él mismo, ¿de qué vivirá?, ¿cómo alimentará la servidumbre?, ¿cómo pagará los intereses a los monjes?
El tesoro del zar no conoce clemencia. Cada año suben las exigencias, más impuestos de comida, de caminos, más tributos y obroks[10]. Así a uno no le queda mucho. Y el que responde es el amo, ¿por qué no consigue obrok de sus campesinos? Pero a un hombre no le quitarás más de una piel. El país se consumió con el zar Alexey Mijáilovich, en guerras, revueltas y motines. Desde que había pisado la tierra el maldito ladrón de Steñka Razin, los campesinos olvidaron al Dios. En cuanto les aprietes un poco, enseñan los dientes, como lobos. Huyen de las desgracias al río Don, desde ahí no los devolverás ni con la orden ni con el sable.
El caballo se arrastraba a trote cochinero, se cubrió de la escarcha. Las ramas de los arboles rozaban el arco de las varas, soltaban la nieve en polvo. Abrazadas a los troncos, las ardillas de colas vaporosas observaban al viajero, este año morían muchas de ellas. Iván Artémyich, tendido en el trineo, estaba pensativo –pensar era lo único que le quedaba a un hombre–.
“Ya está bien… Dame esto, dame otro… Págale a este, págale al otro… Este país es como un pozo sin fondo… ¿Acaso es posible llenarlo? No huimos del trabajo, aguantamos. Pero en Moscú los boyardos ya van en trineos dorados. Dale para su trineo, al diablo hartado. Ya está bien… Tú oblígame, coge lo que necesitas, pero no seas travieso. Pero estos se empeñan en quitarte dos pieles, eso ya es hacer travesuras. Hoy en día los que están al servicio se propagan tanto, que ahí donde escupes hay un escribano, un copista o un zeloválnik[11], sentado y escribiendo. Pero sólo hay un hombre. Oh, mejor me voy al bosque y que me atrape un animal, prefiero la muerte a esas travesuras. Así no nos podréis sacar más provecho”.
Es lo que pensaba Ivaska Brovkin, o quizá no era eso. De pronto apareció del bosque un trineo con un hombre sentado de rodillas y se enfiló en el camino. El Gitano, así se apodaba su dueño, era un hombre de Vólkov, era moreno, con canas. Había sido prófugo durante quince años, andaba de casa en casa. Pero salió la orden: que todos los prófugos sean devueltos a sus nobles, sin importar la antigüedad. Al Gitano lo pillaron cerca de Vorónezh, donde iba de campesino, y lo devolvieron a Vólkov el padre. El Gitano ya estaba a punto de escapar otra vez, pero lo encontraron y ordenaron fustigarle sin piedad y echarle a la celda –en la finca de Vólkov–, y en cuanto recupere la piel, sacarlo y volver a fustigarlo, y dejarlo en la celda, para que sirva de escarmiento. Solo le salvó el hecho de que le enviasen a la dacha de Vasíliy.
–Zdorovo –dijo el Gitano a Iván y se encaramó en su trineo.
–Zdorovo.
–¿Se oye algo?
–Nada bueno, parece…
El Gitano se quitó el guante, pasó la mano por el bigote y la barba, ocultando la picardía:
–Vi un hombre en el bosque, dice que el zar se está muriendo.
Iván Artémyich se irguió en el trineo. Le paralizó el miedo. “Sooo”… Se quitó el gorro, se santiguó:
–¿Ahora a quién le nombrarán el zar?
–A quién –dice– si no al niño, Peter Alexéyevich. Y este apenas ha dejado de mamar.
–¡Ya verás! –Iván se puso el gorro, esparciendo la nieve–. Ya verás… Ahora toca el gobierno de boyardos. Estamos perdidos…
–Quizá perdidos o quizá no tanto. Así es –El Gitano se acercó. Guiñó el ojo–. Decía este hombre que habrá tiempos tumultosos… Quizá aún viviremos, pan comeremos, ¡si somos curtidos! –El Gitano enseñó los dientes podridos y se rió, carraspeó tan alto que se oyó en todo el bosque.
Una ardilla saltó de un árbol a otro, sobre el camino cayó la nieve, reflejándose las agujas heladas en la oblicua luz del día. El sol, grande y rojizo, se colgó en el horizonte del camino, sobre la colina, sobre la empalizada, sobre los tejados empinados y humos de la finca de Vólkov…


[1] Sañka es un diminutivo de Alexandra, nombre femenino. También existe la versión masculina de este nombre: Alexander, cuyo diminutivo sería Sañok.
[2] Una construcción de piedra o ladrillo, que servía tanto para calentar el ambiente, como para preparar la comida.  En la parte superior había espacio para dormir. (N. de la T.)
[3] Yaska es un diminutivo de Yákov; Gavrilka, de Gavrila; Artamoska, de Artamón. Los tres nombres son masculinos.
[4] Un parte de casa, que sirve de entrada a ella y está inmediato a la puerta de la calle, no es apta para dormir, pero sí, para almacenar las cosas. (N. de la T.)
[5] Vivienda rural de madera. (N. de la T.)
[6] El autor hace hincapié en que la madre le llamaba a su marido por nombre patronímico, que es una forma más respetuosa de dirigirse a una persona
[7] El abrigo ruso antiguo. (N. de la T.)
[8] Zapato ruso antiguo que se tejía de líber.
[9] desiatina f (antigua medida rusa de superficie 1,09 ha)
[10] tributo en dinero o en especie que pagaba el campesino al terrateniente
[11] recaudador de tributos

sábado, 1 de octubre de 2011

Fragmento de la novela 'Los amaneceres son aquí apacibles…' de Borís Vasíliev

Es una de las novelas más bonitas y trágicas jamás escritas sobre la segunda guerra mundial en ruso. Cinco mujeres jóvenes de un día para otro se convierten en soldados que atienden ametralladoras antiaéreas en la retaguardia del frente soviético cuando de repente se encuentran en el bosque con un grupo de desembarco alemán. 

 Basada en el libro, escrito en 1969, existe una película que en 1973 fue nominada al Oscar como mejor película extranjera.





Traducido por María Rémpel

1
En la 171ª subdivisión se salvaron doce casas, un cobertizo de incendios y un alargado almacén, construido a principios del siglo de piedras macizas. Durante el último bombardeo se derrumbó el arca de agua, y los trenes dejaron de parar aquí. Los alemanes suspendieron los ataques aéreos, pero sobrevolaban encima todos los días, y el comando por si acaso mantenía alerta dos cañones “schetveronka”[1].
Era mayo de 1942. En el oeste (en las noches húmedas desde ahí llegaba  un rumor sordo de la artillería) ambas partes se clavaron a dos metros en la tierra y se empantanaron en la guerra de trincheras; en el este los alemanes bombardeaban día y noche la carretera de Murmansk y el canal; en el norte se librara una batalla cruel por las vías marítimas; en el sur, la bloqueada ciudad de Leningrado seguía con su defensa tenaz.
Pero aquí era un balneario. Los soldados se entumecían del silencio y la holgazanería, como en una sauna, mientras en las doce casas había suficientes jóvenes y viudas, capaces de conseguir el samagón[2] aunque sea del zumbido de un mosquito.  Tres días los soldados dormían sueño atrasado y se acostumbraban; al cuarto comenzaron los santos de alguien, y sobre la subdivisión se propagó un aroma pegajoso del aguardiente local.
El comandante de la subdivisión, el ceñudo starshiná[3] Vaskov, redactaba los partes a la jefatura. Cuando su cantidad llegaba a una decena, la jefatura le propinaba una reprensión y cambiaba el semipelotón hinchado de tanta fiesta. La siguiente semana el comandante se las arreglaba, pero luego todo se repetía con tanta exactitud que el comandante al final aprendió a copiar los partes anteriores cambiando únicamente las fechas y los nombres.
–¡Qué gilipolleces le ocupan! –tronaba el comandante mayor que llegó para investigar los partes–. Todo el día escribiendo. ¡Como si no fuese un comandante sino un escritor cualquiera!
–Mándenme los que no beban –murmuraba  Vaskov obstinado; le tenía miedo a todo jefe de voz profunda, pero repetía lo suyo como un sacristán–. Que no beban y… este… Que no vayan a por las mujeres.
–¿Eunucos quieres?
–La jefatura sabrá –repuso el starshiná precavidamente.
–Está bien, Vaskov –el mayor se enfurecía de su propia dureza–. Tendrás a los que no beben. Y en cuanto a las mujeres, será como has pedido. Pero si tampoco con ellos eres capaz…
–¡A sus órdenes! –aseguró mecánicamente el comandante.
El mayor se llevó a los soldados pecadores y al despedirse volvió a prometer que le enviaría a Vaskov otros que menospreciaban la seducción femenina y el samagón, más que el propio comandante. Sin embargo, no fue fácil cumplir con la promesa porque en dos semanas no llegó ni una persona.
–La tarea no es fácil –aclaró el comandante a su casera María Nikíforovna–. Dos divisiones son casi veinte personas no bebedoras. Aunque buscaras en todo el ejército, lo dudo mucho…
Pero sus miedos resultaron infundados, porque a la mañana siguiente la casera le comunicó que los soldados arribaron. Su tono de voz sonaba algo raro, pero el comandante, aún dormido, no se dio cuenta y preguntó de lo que le preocupaba:
–¿Llegaron con el comandante?
–Parece que no, Fedot Yevgráfich.
–¡Gracias a Dios! –el comandante trataba con celosía su puesto en el servicio–. No hay nada peor que repartir el poder.
–No se precipite al alegrarse –sonrió malévola la casera.
–Nos alegraremos después de la guerra –contestó con razón Fedot Yevgráfich, se puso el gorro y salió a la calle.
Y se quedó congelado: ante la casa se formaron dos filas de mujercitas jóvenes y dormidas. En el primer instante el comandante pensó que tenía una alucinación, parpadeó varias veces, pero las guerreras seguían abultadas en los lugares no previstos en soldados, y desde debajo de las pilotkas[4] los rizos de todos los colores y estilos brotaban descaradamente.
–Tovarich comandante, el primero y el segundo equipo de fuego del tercer pelotón de la quinta compañía del batallón de ametralladoras especial acudieron para proteger el objetivo bajo sus órdenes –presentó con la voz tosca la mayor–. Le informa la ayudante del comandante de la sección sargento Kiriánova.
–Bueeeno –lanzó el comandante de una manera poco oficial–. Así que aquí están los soldados que no beben…
 A lo largo del día no dejaba de sonar su hacha: construía tarimas en el cobertizo de incendios, porque las cenítchitsas[5] se negaron a recurrir a caseras. Las chicas traían tablas, las aguantaban dónde les decía y hablaban como cotorras. El starchiná callaba y fruncía el ceño, pues temía por su autoridad.
–Sin mi permiso que no pongáis el pie fuera del recinto –avisó cuando todo fue terminado.
–¿Ni siquiera a por las frutas del bosque? –preguntó tímidamente una chica de cuerpo fuerte. Vaskov ya la definió como la ayudante más sensata.
–No hay frutas del bosque –dijo–. Arándano rojo si acaso.
–¿Podemos recoger la acedera? –inquirió Kiriánova–. Lo tenemos crudo sin comida caliente, továrich starchiná. Perderemos peso.
Fedot Yevgráfich, ante la duda, observó las guerreras bien rellenitas, pero accedió:
–No vayáis más lejos del río. Justo en el valle anegadizo hay un montón.
La subdivisión vivía sus momentos felices, pero el comandante no se sentía aliviado. Las cenítchizas eran mujeres ruidosas y camorristas, y el starchiná cada segundo sentía como si estuviese en su propia casa: tenía miedo de decir algo malo, hacer algo mal, y era impensable que entrara sin tocar, y si lo olvidaba, una sirena de chillidos le repelía a sus anteriores posiciones. Pero lo que más temía Fedot Yevgráfich eran insinuaciones y bromas sobre posible galanteo, por eso siempre andaba con la mirada clavada en el suelo, como si perdiese su paga del último mes.
–No esconda la mirada, Fedot Yevgráfich –dijo la casera al darse cuenta de su trato con los subordinados–. Le llaman viejito entre ellas, así que mírelas como es debido.
Fedot Yevgráfich cumplió treinta y dos esta primavera y no iba a considerarse un viejo. Al reflexionar, llegó a la conclusión que esas palabras no eran más que el intento de la casera de asegurar sus logros: había conseguido calentar el corazón del comandante en una de las noches primaverales y ahora, por supuesto, pretendía conservar sus fronteras.
Por las noches las cenítchizas cargaban con azar contra los aviones alemanes de las ocho ametralladoras, y pasaban los días lavando la ropa: alrededor del cobertizo siempre había prendas tendidas. Al starchiná esas decoraciones le parecían fuera del lugar y se le comentó brevemente al sargento Kiriánova:
–Nos descubre.
–Pero hay una orden –contestó sin pensar.
–¿Qué orden?
–Correspondiente.  Que dice que para los soldados de sexo femenino está permitido secar la ropa en todas las frentes.
El comandante se quedó callado: ¡al diablo con las mujeres! Si te metes con ellas, no pararán con sus risillas hasta el otoño.
Aquellos días eran calurosos, sin viento, y se produjo tanto mosquito, que sin una ramita ahuyentadora no se podía ni respirar. Aunque una ramita es una cosa aceptable para un hombre de guerra, pero el hecho de que el comandante se pusiera a ronquear y toser –como si der verdad fuese viejo–,  esto ya era del todo inadmisible.
Todo comenzó el día cuando una mañana del mayo el comandante apareció detrás del almacén y se quedó sin pulso: sus ojos se inundaron en la blancura radiante y llena de los ocho cuerpos femeninos, tanto que Vaskov sufrió una ola de calor repentina: todo el quipo presidido por la jefa, sargento Osiánina, tomaba el sol sobre la lona impermeable pública como las trajo su madre al mundo. Y en vez de chillar, lo cual sería apropiado para guardar las apariencias, escondieron las narices en la lona y cortaron la respiración. Fedot Yevgráfich tuvo que retroceder como un chaval en el huerto del vecino. A partir de aquel día carraspeaba en cada esquina como si contrajera la tos ferina.
Esa chica, Osiánina, ya le había llamado antes su atención, era rigurosa. Nunca se reía, sólo movía levemente los labios, pero sus ojos quedaban serios. Era un pelín rara esa Osiánina, por eso Fedot Yevgráfich preguntó por ella a su casera, aunque a la última su interés no le hizo ninguna gracia.
–Es viuda –informó Maria Nikíforovna al día siguiente apretando los labios–. Así que está libre, adelante con sus jueguecitos.
El comandante no dijo nada, no hay manera de demostrar algo a una mujer. Cogió el hacha y fue al patio, no hay nada mejor para pensar que partir leña. Y tenía mucho en que pensar, había que establecer un orden en la cabeza.
Antes que nada estaba la cuestión de la disciplina. Está bien que no beban alcohol y que no liguen con las mujeres. Pero aquí no había quien mande: “Liuda, Vera, Kateñka  – a la guardia. Katia – serás el cabo”.[6]
¿Qué clase de orden es esa? Hay que establecer guardias con toda la seriedad, según el reglamento. Pero esa era una mofa con la que tenía que acabar, pero ¿cómo? Intentó hablar sobre el tema con la jefa Kiriánova, pero ella siempre tenía respuesta:
–Tenemos permiso, továrich starchiná. Del comandante general, en persona.
Siempre riéndose, cabronas.
–¿Currando, Fedot Yevgráfich?
Se dio la vuelta y vio a la vecina Polina Egórovna asomándose al patio. Era la más libertina de todo el pueblo: el mes pasado celebró su santo cuatro veces.
–No te esfuerces demasiado, Fedot Yevgráfich. Ahora sólo nos quedas tú, como si dijésemos, semental.
Se ríe a carcajadas. Tiene el cuello sin abrochar: colocó sobre el vallado su tesoro, como pan redondo recién salido del horno.
–A partir de ahora irás de casa en casa, como un pastor. Una semana, en una casa; otra, en otra. Ahora nosotras, las tías tenemos un acuerdo sobre ti.
–A ver si te da vergüenza, Polina Egórovna. ¿Eres la mujer de un soldado o una madame cualquiera? Compórtate como es debido.
–La guerra, Fedot Yevgráfich, lo exime todo. A los soldados y a sus mujeres.
¡Vaya putón! Ojalá pudiera desalojarla, pero ¿cómo? ¿Dónde están las autoridades cívicas? Y es que no está bajo su mando, esta cuestión ya la investigó con el mayor de voz potente.
Pues sí, había acumulado como mínimo dos metros cúbicos de pensamientos. Y para cada cosa había que buscar una solución especial. Muy especial.
Y es que es un gran problema si una persona no tiene estudios. Bueno, sabe leer y escribir, y contar, dentro de lo que cabe en el programa del cuarto curso escolar, justo cuando un oso mató a su padre. Las chicas no se reirían si supieran lo del oso. Era difícil de creer: no murió de gases en la primera mundial, de un cuchillo en la guerra civil, ni de recortes a los campesinos ricos, ni siquiera de muerte natural; lo mató un oso. Esas chiquillas quizá solo hayan visto un oso en un zoológico.
Provienes de un lugar remoto, Fedot Vaskov, y te has hecho comandante. Pero ellas, no mires que son soldados rasos, ellas dominan ciencia. “Adelantamiento, cuadrante, ángulo de deriva…” Habrán hecho siete cursos, quizá incluso nueve, se aprecia por la conversación. Si restamos cuatro de nueve, son cinco. Para alcanzarlas le faltan más años de los que ha estudiado.
No eran alegres sus pensamientos, por eso partía leña con furia. ¿A quién iba a culpar? Si acaso al oso tan poco ocurrente…
Parecía raro, pero hasta el momento ha considerado que tenía suerte en la vida. No es que fuera como sacar el veintiuno, pero no se quejaba. Sea como sea, con sus cuatro cursos de colegio llegó a terminar la escuela del regimiento y en diez años consiguió el rango de comandante. En ese sentido no tenía perjuicios, pero en otros aspectos ha estado rodeado, y la vida le dio de todos los cañones en dos ocasiones, pero Fedot Yevgráfich aguantó a pesar de todo. Aguantó…
Poco antes de la guerra finesa se casó con una enfermera del hospital de la guarnición. Era una mujer muy alegre: sólo quería cantar, bailar y tomar vino. Sin embargo, dio a luz a un niño. Le pusieron Igoriok, Ígor Fedótich Vaskov. Empezó la guerra, Vaskov se fue al frente y cuando volvió con dos medallas, ahí tuvo el primer cañonazo: mientras se estaba muriendo en la nieve finesa, su mujer había tenido un romance vertiginoso con el médico del regimiento y se marchó con él al sur. Fedot Yevgráfich se divorció de ella enseguida, consiguió mediante un juicio que le devolviera a su hijo y lo envió al pueblo con su madre. Dentro de un año el niño murió, desde aquel día Vaskov sonrió justo tres veces: al general, cuando le condecoró con la medalla, al cirujano que le sacó un casco de metralla del hombro y a la casera suya, Maria Nikíforovna, por su perspicacia.
Por aquel casco recibió el puesto actual. En el almacén habían dejado algunos bienes, no había centinela, pero al implantar el puesto de comandante, le encomendaron vigilar el almacén. El comandante revisaba el objetivo tres veces al día, comprobaba los condados, sellos y en el libro, que el mismo se ha decidido llevar, hacía el mismo apunte: “El objetivo revisado. No ha habido infracciones”. Y la hora de la revisión, por supuesto.
El starchiná Vaskov vivía con tranquilidad. Prácticamente hasta el día de hoy vivía con tranquilidad. Pero ahora…
El starchiná suspiró.


[1] Un cañón antiaéreo compuesto por cuatro ametralladoras
[2] Un bebida alcohólica de más de 40 grados elaborada en condiciones caseras
[3] sargento
[4] Tipo de gorro de verano en el ejército soviético
[5] Cenítchitsa (f), cenítchick (m) soldado que atendía el arma antiaérea.
[6] Se trata de forma amigable y cariñosa de dirigirse a los subordinados. Kateñka y Katia son diminutivos del mismo nombre: Katerina (por tanto se refiere a la misma persona).